viernes, diciembre 24, 2004

Fox y el fantasma de Marbury

En algunas ocasiones una sentencia impacta más por los temas secundarios que toca que por el asunto principal de la controversia. La historia marca ejemplos que evidencian ese poder de las nimiedades y que en virtud de la impugnación foxista del presupuesto vale la pena recordar.

En Estados Unidos los redactores de la norma fundamental de Filadelfia no incorporaron el control judicial de la constitucionalidad de las leyes, ese sistema fue producto de las reflexiones del presidente de la Corte Suprema, John Marshall, en el famoso caso Marbury v.s. Madison, resuelto en 1803. Sin embargo, el juicio donde se trató el punto versaba sobre una cuestión que en principio no justificaba las consideraciones de Marshall para asumir como necesario que la Corte declarara no aplicables las leyes que contravinieran a la Constitución.

Al igual que en el México actual, a principios del siglo XIX Estados Unidos había cambiado de partido en la presidencia y no se hacían esperar los ajustes de cuentas políticas. Hasta los comicios presidenciales de 1800, el Partido Federalista ocupaba el Poder Ejecutivo del vecino país del norte, situación que cambió con el triunfo electoral de Thomas Jefferson. El mandatario saliente, John Adams, se había preocupado por la protección de sus allegados políticos al otorgarles puestos en los que la inamovilidad les garantizara que el nuevo gobierno no los podía destituir discrecionalmente (en eso los tiempos han cambiado, ahora a los leales colaboradores se les dan bonos de fin de periodo, pero eso es materia de otra columna). Para lograr que su repartición de trabajos prosperara, el Congreso (obviamente controlado por su partido) creó varios puestos judiciales, entre los que destacan (para efectos de lo que aquí se platica) 42 cargos para jueces de paz en el Distrito de Columbia. El presidente Adams continuó con la confección del pastel que horneaba para sus amigos, se propusieron a las personas que fungirían como jueces, el Senado los ratificó, el presidente firmó los nombramientos y se le remitieron al secretario de Estado para que los sellara y enviara. Como en esa época no había computadoras ni impresoras láser, el funcionario tuvo que realizar ese proceso a mano y, con la urgencia de entregar el despacho al secretario entrante (quien era de otro partido), cometió el muy humano error de olvidar el envío de su nombramiento a cuatro nuevos jueces de paz, por lo que el nuevo titular del despacho procedió a guardarlos en su cajón para nunca entregarlos: El secretario entrante se llamaba James Madison, uno de los afectados por el error era William Marbury y el subsecretario saliente que había firmado los nombramientos no era otro sino John Marshall, quien había sido nombrado Presidente de la Corte Suprema.

Marbury no se quedó conforme con la actitud del gobierno y presentó una demanda para que la Corte le ordenara al secretario Madison que le entregara su codiciado nombramiento de juez. El problema político para la Corte era mayúsculo, Marshall había firmado los nombramientos en su anterior cargo y ahora tenía que juzgar el asunto. Si la Corte Suprema le ordenaba al Ejecutivo que le diera a Marbury su nombramiento, se atenía a que el nuevo gobierno acusara al Poder Judicial de parcialidad e iniciara una reforma constitucional alegando que el Partido Federalista pretendía perpetuarse en el poder a través de las labores de la judicatura. Por otro lado, negarle a Marbury la notificación de su nombramiento implicaba otorgarle a los jeffersonianos la potestad de burlarse de la ley y así dominar, de facto, al Poder Judicial. El juicio tenía la complicación adicional de que la Corte no contaba con medios para obligar al Ejecutivo a que cumpliera la orden que emitía y Madison podría haber continuado en su posición de negar la entrega del nombramiento a Marbury.

Marshall resolvió el problema con una jugada astuta, le negó a Marbury la orden de entrega al declarar que la Corte Suprema no tenía facultades para tratar el asunto, ya que la ley que le otorgaba atribuciones para conocer de ese juicio ampliaba la competencia que originalmente le definía la Constitución, lo que era inconstitucional. Jefferson se quedó satisfecho con la decisión de la Corte, sin darse cuenta de que Marshall había metido por la puerta trasera la facultad judicial de revisar la constitucionalidad de las acciones de las ramas legislativa y ejecutiva del gobierno. Para lograr ese poder, el presidente de la Corte Suprema sacrificó un peón, a Marbury, que no obtuvo del máximo tribunal lo que pretendía.

Ahora que el presidente Fox se empecina en otorgarse una facultad que no tiene (y de paso alegar los supuestos límites intocables de su función administrativa) no estaría de más que recordara la suerte de Marbury y que ese fantasma no le pegara un susto en la noche: Quizá le esté abriendo las puertas a la Corte para que defina el fondo del presupuesto cuando Congreso y Ejecutivo no se pongan de acuerdo.

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